Inicio con tres escenas, tres imágenes, del impacto del COVID en el Perú. Les pido disculpas, porque al hacerlo voy a remover sentimientos y memorias duras. Y les pido también paciencia, porque me voy a demorar un poco en mostrar mis motivos para armar este texto.

Primera imagen. El episodio inicial del podcast Archivo Emergente, realizado por el Proyecto Especial Bicentenario del Ministerio de Cultura, tiene uno de los arranques más impactantes que haya escuchado.  La narradora explica que lo que vamos a oír es un audio registrado por las enfermeras de la Sala Neonatal de un hospital de Tarapoto. Nos advierte que, además de las voces, escucharemos de fondo un ruido muy molesto. En efecto, un ruido infernal de lo que parecen alarmas nos taladra la cabeza; con la voz agitada una enfermera anuncia a sus colegas que se acabó el oxígeno. Lo que estamos escuchando son los respiradores alertando de la situación. La escena irrumpe en nuestra mente y nos enfrenta a distintas tragedias: los bebés que van a ahogarse, las enfermeras que no podrán ayudarlos, la fatalidad de lo que no puede detenerse porque -luego sabremos- es la tercera vez que les sucede. Ese ruido seguirá sonando y sonando en ese hospital pues la falta de oxígeno será una constante en esos días. Y después de escucharlo les aseguro que el ruido los acompañará por mucho tiempo. Suena en este momento en mi cabeza al recordarlo.

La segunda imagen también involucra el oxígeno y me tocó recogerla en Huamanga conversando con periodistas y personal de salud que vivieron esos eventos. Una noche, durante la segunda ola del COVID, el hospital de ESSALUD se quedó sin oxígeno. Felizmente, los dos hospitales regionales del MINSA contaban con tanques criogénicos de alto volumen. Esa situación atípica les permitió atender a miles de personas durante la pandemia sin la urgencia de otras regiones que carecieron de similares reservas. Los pacientes internados en el hospital de ESSALUD tuvieron que ser llevados a dichos hospitales en medio de la noche a través de la ciudad, en camillas o de la manera que fuera, para evitar su muerte. El sistema de salud “privilegiado”, el de los trabajadores formales, fue rescatado por el sistema de salud de los más pobres. ¿Cuál fue la situación en otras regiones donde no hubo donde correr en busca de ayuda cuando se agotó el oxígeno? Como en el caso anterior, ¿cuántos compatriotas murieron por esta brutal precariedad del sistema de salud?

Última imagen. El libro Algo Nuestro Sobre la Tierra del periodista Joseph Zárate narra la forma en que lidiamos con los muertos por COVID desde el trabajo de las agencias funerarias. Migrantes venezolanos, hoy vapuleados por la acción delincuencial de algunos de sus compatriotas, encontraron trabajo recogiendo y enterrando a nuestros muertos. Se mezclan en el relato sistemas de salud sub financiados, informalidad, migración precaria y sacrificada, en lo que constituye un caldo de tristeza del Perú Pandémico. Las reflexiones sobre la familia, la vida y la vulnerabilidad que nos restriega el libro nos hace más conscientes del peso de la desigualdad al enfrentar esta tragedia. Del enorme privilegio que nos dio el dinero en esos primeros meses donde no hubo vacunas, y aislarse resultaba crucial para no enfermar.

Tres imágenes de extrema vulnerabilidad que sirven para entender algo fundamental sobre nuestro sufrimiento pandémico: no solo pasamos una tragedia, nuestra tragedia fue aún peor que la vivida por otras sociedades similares a la nuestra. En el Perú han muerto cerca de 225,000 personas por COVID-19. Un número rotundo que resalta no solo por la cifra, sino porque teniendo en cuenta nuestra población es bastante mayor en proporción a lo sufrido por países similares al nuestro. Estas imágenes ilustran porqué fue tan tremendo el impacto. No contábamos con lo básico, no nos preocupamos de esenciales en los años previos. Años, dicho sea de paso, que fueron muy buenos para la economía y el Estado.

Durante la pandemia le vimos todas las costuras al país, no solo al sistema de salud: alta informalidad, que dificultó llegar a proteger a los más vulnerables, un sistema de transporte desordenado y caótico, una planificación urbana inexistente, dejada de lado por décadas, que ha dado lugar a ciudades sin servicios básicos y espacios verdes. Apreciamos los enormes costos de ser una sociedad sin apoyo sustantivo a la investigación y la innovación en la educación superior, y por tanto con mayor dificultad de adaptación frente a eventos como éste. La gratitud a nuestros héroes cotidianos durante esos días, médicos, policías y enfermeras, debe reconocer ese otro lado devastador de su heroísmo: la precariedad con la que tuvieron que enfrentarse al virus. Morir por la patria no debería significar morir por culpa de la patria.

Hemos vivido tragedias que no tuvieron que suceder. La pandemia nos golpeó, pero nos golpeó más que a sociedades iguales a la nuestra, y golpeó todavía más a nuestros vulnerables. Y llego aquí al punto que quiero resaltar: nos estamos olvidando de toda esta tragedia y su significado más profundo. Ustedes quizás tengan la misma sensación. Nos estamos olvidando de lo vivido, seguro más lentamente la tristeza de nuestras perdidas personales, pero sí creo del drama nacional compartido.

En particular y en lo que me interesa resaltar, en la política el tema ya desapareció. Frente a esta tragedia que debería removernos como sociedad, sorprende (en verdad, no tanto) el silencio de la política que es el espacio donde deberíamos procesar lo vivido. La política no se ha ocupado de esos miles de muertos, no hay una propuesta reflexiva ni prospectiva, sobre lo que nos pasó. No hay discursos fúnebres, como sí los hubo en nuestro pasado (el Discurso en el Politeama, la Oración Fúnebre a Gamarra, el propio Informe Final de la CVR) que nos hagan reflexionar y plantear horizontes distintos. Horizontes que quizás no concretemos, pero que sirvan para energizar debates, resaltar urgencias y controlar excesos para que las cosas no sean peor.

Nuestros representantes no le hablan a la tragedia; no construyen un discurso, una perspectiva crítica, que busque responder a lo que nos mostró la pandemia.  Quizás si hablaran no les creeríamos, pues la degradación representativa y la enorme desconfianza en ellos nos ha llevado al cinismo. ¿A qué más podría llevarnos ver a funcionarios públicos que se corrompen comprando bienes esenciales para el COVID, autoridades vacunándose en secreto y el nombramiento de incompetentes en el Ministerio de Salud cuando más talento se necesitaba en nuestras burocracias? Pero ni siquiera hacen el intento de hablarnos del tema. Referencias cumplidoras en algún discurso, nada más.

La pandemia debe servirnos como reclamo al gobierno y a nuestros representantes de soluciones de mediano y largo plazo para la colosal informalidad, nuestra precaria salud, un sistema de transporte caótico, la ausencia de políticas de promoción de la investigación e innovación, entre otras. Sin esa demanda las estructuras mortales que nos hicieron sufrir tanto continuarán allí. Que ayude a demandar debates serios, y no esas pantomimas de debate entre conspirativos polarizados, entre promotores de intereses particulares, hermanados en realidad en el ataque al bien común.

Hay que ser modestos para reconocer que somos, en parte, esa clase política que hoy nos gobierna y que rechazamos en las encuestas virulentamente sin tomar conciencia que tiene bastante de espejo. No pretendamos un debate profundo y grandes cambios con lo que hemos construido juntos. Pero también reconozcamos que somos más que esa clase política, no es solo un espejo. Hoy la política está capturada por las peores enfermedades de nuestra sociedad: informalidad, influencia, corrupción. Todas conspirando contra la posibilidad de construir una real representación y un horizonte común. Merecemos más de lo que nos están dando, las encuestas también recogen esos intereses ignorados.

Es tentador olvidar, claro. Fue muy duro lo pasado. Ya tenemos además nuevas urgencias, como lidiar con los enormes daños de un gobierno que llegó cargado de grandilocuencia refundadora para esconder su mediocridad y corrupción, y los actos brutales y también mediocres de quien lo sucedió. Pero si olvidamos todo eso que vivimos, todo lo que pudimos ver en su real magnitud, seguirá allí, no solo esperando la siguiente tragedia, sino matando en forma cotidiana. En forma menos notoria, pero también devastadora en su normalidad. La precariedad mata de muchas maneras, la pandemia solo lo resaltó en forma brutal.

Se lo debemos a los que nos dejaron y a los que vendrán. Al hablarle a nuestros muertos, les estamos hablando a los vivos. Necesitamos un discurso político, que nombre a esos nombres que recordamos en nuestras cabezas cuando recordamos la pandemia. En mi caso, Alberto, José Luis, Roberto, Luis, Teresa, entre varios otros. Pensaba en ellos al escribir el texto, pero también en el país que heredarán mis hijos. Un país que hoy se percibe, dividido sin horizontes comunes. Por eso, no se olviden de recordar.


El título me lo copio de la traducción al español de la novela gráfica de Peter Kuper “Stop Forgetting to Remember : The Autobiography of Walter Kurtz”. Creo que la traducción no es la mejor, pero sí es precisa para lo que busco transmitir en este texto.

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