Espectadores de la ocupación: Impactantes imágenes y testimonios

Espectadores de la ocupación, Epicentro TV

Espectadores de la ocupación

El requisito mínimo para asegurar el orden interno es el control efectivo del territorio. Para ejercerlo no basta con declarar soberanía: se requiere presencia institucional sostenida, despliegue operativo del Estado y capacidad para que la autoridad tenga una vigencia razonable, incluso en las zonas de difícil acceso geográfico.

Han pasado más de doscientos años desde que nos constituimos como Estado, pero aún no alcanzamos a controlar de manera estable todo el territorio que reclamamos como propio. La derrota del terrorismo en los años noventa parece haber generado la ilusión de haberlo logrado. Durante el período 2000-2016, llegamos a imaginar que las únicas zonas pendientes de control eran el Valle del Ene —último bastión activo del senderismo— y La Pampa, zona de origen de la extracción ilegal de oro en Madre de Dios. Pero nos equivocamos dramáticamente.


Existen vastas franjas del país que están expuestas por la ausencia total de autoridades o por la presencia de funcionarios del Estado que tienen una presencia tan débil que no alcanza para considerarlos como una expresión de poder efectivo sobre las zonas que tienen asignadas. La simple presencia física de estos funcionarios sin recursos ni incidencia efectiva convierte a la autoridad del Estado en una farsa.

Cuando García Pérez publicó "El perro del hortelano", en octubre de 2007, no tenía cómo anticipar que poco tiempo después, en junio de 2009 los sucesos de Bagua pondrían en evidencia de manera descarnada las debilidades del modelo de crecimiento basado en la forma de las economías extractivas por las que su gobierno apostó. 

Bagua fue la muestra de la escasa capacidad que tiene el Estado para cumplir sus funciones básicas fuera de las ciudades. 

Al amparo del boom en el precio de los metales registrado en los primeros años de este siglo parecimos asumir que las economías extractivas formales darían lugar al crecimiento de polos de desarrollo capaces de estructurar y ordenar su entorno. Intentamos entregar el control del territorio a la iniciativa privada en lugar de reforzar la presencia del Estado. Incluso reforzamos los procedimientos que permitieron a las empresas mineras contratar destacamentos enteros de la policía para que actúen a su servicio.  


Corrimos la apuesta equivocada. La tarea era fortalecer al Estado y no lo hicimos. No aprovechamos la oportunidad que ofrecían los excedentes del boom de precios de los metales para desarrollar esa tarea pendiente. Desaprovechamos una de las últimas oportunidades que hemos tenido para convertir nuestro diminuto Estado en una verdadera construcción funcional; en una institución en forma.

Hoy muchas de las grandes mineras que expandieron sus cuotas de influencia durante el boom de los primeros años de este siglo han perdido capacidad de contención en sus propias áreas de influencia. Las fronteras interiores que intentaron trazar mediante zonas de amortiguamiento, convenios con la minería artesanal o el desarrollo de zonas urbanas han sido rebasadas. En zonas como Pataz, el desborde ha dado lugar a una disputa armada que está alcanzando a cada socavón en el que puede extraerse oro. La expansión de la violencia que conlleva este proceso muestra al Estado desubicado, desorientado e indefenso.

El precio del oro está actualmente por encima de los tres mil dólares por onza. El Perú es ahora responsable del 44% de todo el oro ilegal que se exporta en Sudamérica. Solo en 2024, las exportaciones de este metal de origen ilegal parecen haber llegado a los cuatro mil millones de dólares; casi el diez por ciento de todo lo que exportó por la minería formal en 2023.

Es frecuente escuchar que la minería es el motor de nuestra economía. Pero dando esto por sentado parece forzoso reconocer que las llaves de ese motor no están ya sólo en las manos de la inversión privada.

Enfrentamos una situación de violencia que solo se disiparía si el oro perdiera valor de manera abrupta, pero eso es algo que no ocurrirá en el corto plazo.. 

El ciclo de violencia que estamos viviendo se estructura en torno al margen de ganancias que generan la extracción y la exportación de oro ilegal. Esas ganancias son lavadas dentro del país y se transforman en una masa crítica de dinero utilizada para corromper —y neutralizar— a quienes deberían contenerla.

Los agentes económicos que sostienen este mercado son invisibles. Mantenerlos en la sombra es un error. Cualquier intento serio de intervención en esta crisis debe comenzar por identificar a quiénes están capturando los márgenes de ganancia de la extracción violenta del oro en zonas como Pataz. Pero para poder identificar a las contrapartes del Estado en este proceso se requiere un gobierno con características diametralmente distintas a las que tiene el actual. 

Enfrentar la expansión de la violencia no es cuestión que se resuelva engolando la voz ni alzándola en público. La crisis en la que estamos requiere un nivel de inteligencia, capacidad técnica y visión de Estado que este gobierno simplemente no posee.

La emergencia que representa la expansión de la minería ilegal violenta pone en evidencia con la mayor crudeza imaginable los límites que definen a este gobierno. 

Hoy no somos más que espectadores de lo que ocurre. Espectadores temerosos ante el saqueo. Espectadores que confían —aunque sea solo una ilusión— en que las hordas que ocupan el territorio se retirarán algún día por su propia cuenta. Espectadores que esperan que sus propias casas no sean alcanzadas por la violencia. Espectadores que no atinan a organizar una plataforma integrada convertida en reclamo a un Estado que permanece indiferente.

Un amplio sector del territorio y de la economía ya está bajo ocupación por esta violencia que se expande.

¿A quién podemos poner al frente de la reacción que esta ocupación hace ya imprescindible?

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