Columna de Diego Tuesta, investigador.

Un tema importante pero poco discutido es cómo justificamos el uso de la fuerza pública, y qué abordaje policial se emplea para el control de las manifestaciones. Desde hace años veo que algunos estamentos–ciertamente no todos– de la Policía y las FF.AA manejan una doctrina que define ciertas acciones disruptivas como amenazas de “orden interno” y problemas de “defensa nacional”. Lo que se ha visto en los últimos días es la expresión más pura de esta doctrina que, al definir el disenso como amenaza, termina privilegiando medios retributivos para acallarlo. Esa retórica–acaso un legado de la lucha antisubversiva–siempre ha estado ahí, pero como sublimada por parámetros políticos y constitucionales. La declaración de Estado de Estado de Emergencia y la decisión de emplear a las FF.AA abre un espacio de excepción que reduce el liderazgo civil y facilita la expresión de vocabularios, saberes y prácticas represivas–con las consecuencias que todos sabemos. Me consta que al menos en la PNP hay personas valiosas con discursos y abordajes más moderados y dialogantes (a los cuales habría que empoderar). Lamentablemente no son la voz dominante en esta trágica coyuntura que vive el país.

Las muertes producidas por las fuerzas de orden público suelen generar dolor, perplejidad e indignación. Lo inusual es que, a diferencia de países donde la condena a estos hechos se vuelve generalizada, hay actores en el Perú que justifican y hasta promueven–incluso con discursos de tinte racista– el uso de la fuerza letal en el control de manifestaciones. Es un problema profundo de la democracia cuando los imaginarios que ven al otro como una amenaza o enemigo a destruir son articulados no solo por las instituciones penales –de alguna manera eso es lo que habría que esperar de ellas– sino también por sectores de la ciudadanía y de la política, desde donde se debería velar por limitar el uso de la fuerza pública. Eso viene de hace años en el Perú y habla de un profundo desencuentro político y social, contra el cual no hay reforma policial que sea suficiente. En todo caso, una reforma–en general de los institutos armados–tiene que ir de la mano de pactos políticos claros sobre el uso de la fuerza. Un aspecto clave pasa por modificar la formación del personal policial e incluso militar, eliminando o restringiendo vocabularios y métodos más propios de tiempos bélicos que de la gestión policial democrática de los conflictos. Ahí hay también un terreno de lucha ideológica en el que participar, donde convencer y promover una cultura policial democrática sin excepciones.

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