Alejandro Sánchez, protagonista de un Chota Western.

El 21 de septiembre, un hombre vestido de casaca amarilla, gorra y mascarilla, camina por las cercanías de la avenida Emancipación, en el centro de Lima. Es Alejandro Sánchez Sánchez, el hoy prófugo empresario y amigo del presidente Pedro Castillo. Eran días en los que aún no pesaba sobre él orden de detención alguna. Pero ya era un sujeto de interés para la policía. Sánchez Sánchez está investigado por ser parte de la organización criminal que desde Palacio de Gobierno presuntamente direccionó obras desde los ministerios de Transportes y Comunicaciones y el de Vivienda, Saneamiento y Construcción, colocando ministros, favoreciendo empresas amigas y tejiendo todo un sistema de protección y hasta destrucción de evidencias.

En otra de las imágenes policiales se le ve comprando, despreocupadamente, turrón de Doña Pepa. Pero el martes 11 de octubre llegó la amargura, cuando se dictó prisión preliminar contra él y otros 5 presuntos miembros del Gabinete en la Sombra.

Ese mismo martes negro, para el gobierno, se allanaron simultáneamente su casa de Sarratea, en el distrito de Breña y la del balneario de Asia, en busca de evidencias y de detenerlo. Pero Sánchez para entonces ya estaba lejos.

A combazo limpio, la Fiscalía, acompañada de la Policía, ejecutó la orden de allanamiento.

Como si de un altar se tratara, se encontró la imagen del candidato del sombrero y gigantes lápices, ahora tajados.

Y es que Alejandro Sánchez, según declaración de aspirantes a colaborador, financió generosamente la campaña presidencial Perú Libre. Los rezagos de su apuesta quedaban en su casa.

Tal parece que la huida del empresario fue bien planificada y que tuvo el tiempo suficiente para limpiar cualquier evidencia importante, por eso nada de de valor aparece en las imágenes de la incautación, salvo algunas ropas de campaña y souvenirs varios.

En la amplia casa de Asia, Alejandro Sánchez Sánchez tampoco  dejó evidencias. Pero sí dejó a su madre afrontando el allanamiento. Una señora de avanzada edad que tuvo que pasar el trago amargo de intentar defender lo indefendible.

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Es la imagen de la madre de un hijo prófugo, quebrada y sola.

El hijo que la ha dejado así, fue el mentor y el amigo del presidente, el que le dio cobijo desde que lideró la huelga magisterial del 2017.

Paisanos y  chotanos, al parecer se dieron la mano solo por y para sus propios intereses.

La casa de Sarratea no solo fue el centro de operaciones de Pedro Castillo durante la campaña presidencial, a la que Sánchez habría aportado medio millón de soles, sino que fue el palacio paralelo en los primeros días de su gobierno.

Era una embajada chotana en Lima. Ahí recibía y juntaba a ministros, empresarios, lobbistas y políticos de toda piel. Pero esta generosidad, según la investigación fiscal, no fue por amor al lápiz ni al sombrero, sino por amor al dinero público directo a sus bolsillos.

Sánchez Sánchez era el anfitrión entre Karelimes, Pachecos, Neniles, Marrufos, Alvarados, Auners, Silvas, Cabreras, sobrinísimos y toda la retahíla de notables en el tinglado palaciego.

Pero como buen empresario, todo tenía un precio y un por qué.

Según los aspirantes a colaboradores eficaces, tan pronto actuaba como intermediario  entre el presidente y una minera como se disputaba obras en Vivienda con los sobrinísimos del presidente o las que el ex ministro Juan Silva presuntamente direccionaba desde Transportes y Comunicaciones.

La RENIEC lo mató sin enterrarlo y lo revivió antes del séptimo día. Y Sánchez aprovechó para abrir los mares y fugarse.

Su testimonio es neurálgico. La fiscalía lo sabe pero también lo sabe Palacio.

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