Llegó el día en que Azul Rojas Marín, una mujer transgénero peruana, logró que los representantes de todas aquellas instituciones del sistema de justicia peruano le pidan perdón. Fiscalía, Policía, Poder Judicial, instituciones que, por definición, se supone que nos protegen, pero que, sin embargo, a ella no solo le fallaron, le hicieron daño, la maltrataron, la vejaron.

No es un perdón espontáneo, pero es un perdón al fin, tan histórico como inédito. Llega 14 años de ardua lucha después. Un organismo internacional como la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, sentenció, en el 2020, que el Estado Peruano es responsable de la violación al derecho a la libertad e integridad personal, a no ser sometida a torturas, a la vida privada y de garantizar tales derechos fundamentales. El pasado jueves 3 de noviembre, este simbólico perdón se materializó en auditorio del Ministerio de Justicia y sienta un precedente internacional ante los casos de tortura contra la población LGTB.

Historia de una tortura

Fue terrible lo que le ocurrió a Azul Rojas Marín. Para dimensionar la trascendencia de su lucha y de este perdón, días antes de la ceremonia fuimos hasta La Libertad, para recorrer junto a ella, ese trágico circuito que empezó la media noche del 25 de febrero del 2008, la madrugada miserable en la que fue violada y torturada por tres efectivos de la policía nacional. Azul, por entonces, tenía 26 años y aún no se definía como mujer transgénero. Era gay cuando fue interceptada por un patrullero de Casa Grande en la carretera, regresando a su casa en el poblado de loche, desde su trabajo vendiendo ganado. No llevar el DNI consigo, casi le costó la vida. Azul permaneció hasta las 6 am en la comisaría sin que se registrara su detención. Si bien lo que ocurrió allí adentro, en esas horas, fue lo peor, se trató solo la primera etapa de este vejamen interinstitucional.  Dos días después, Azul presentó una denuncia en la comisaría de Casa Grande y, al mes siguiente, el Ministerio Público dispuso promover una investigación preliminar contra el personal policial involucrado y en abril de ese año incluyó los delitos de violación sexual y abuso de autoridad. En mayo del 2008, Rojas Marín solicitó la ampliación de la denuncia para incluir el delito de tortura. Sin embargo, lejos de acoger su pedido, en junio de ese fatídico 2008, la Fiscalía resolvió no proceder a la ampliación de la investigación.

La apelación de Azul, no prosperó, la Fiscalía le falló, pero aún faltaba la última estocada del sistema. En enero del año siguiente, el Poder Judicial decidió archivar el caso, a pesar de pruebas como el examen del médico legista que constataba las serias lesiones en el cuerpo de Azul. Nada más crudo para entender el lamentable criterio que suelen tener algunas de nuestras autoridades de justicia, que observar el sanador careo que hace pocos días tuvo Azul con uno de los 3 jueces que decidió no dictar prisión preventiva contra los 3 policías implicados, a pesar de las pruebas. El magistrado Víctor Burgos nos recibió en su oficina. Luego de unos minutos muy intensos, Víctor Burgos, hoy juez superior de la Libertad, tuvo la extemporánea nobleza de admitir ante cámaras el prejuicio que nubló su juicio. Nunca habíamos escuchado a una autoridad admitirlo. Azul lo escuchó, frente a frente. Al fin algo de paz, dolorosa y tan demorada, pero paz.

El 12 de marzo del 2020, la CIDH, dictó una histórica sentencia en la cual declaró internacionalmente responsable a la República del Perú, al Estado Peruano por la violación de los derechos a la libertad personal, integridad personal, a la vida a privada y a no ser sometida a tortura de Azul Rojas Marín. Una lucha de casi 15 años en la que fue apoyada por el Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Sexuales y Reproductivos, PROMSEX.

Compartir