¿Por qué el poder ya no teme a la gente?

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¿Por qué el poder ya no teme a la gente?

Hay una pregunta que ronda hace días: ¿por qué, si estamos en un contexto electoral, al Congreso parece no importarle la desaprobación ciudadana, las protestas ni la represión con muertos y heridos? Es como si supieran que nada de eso va a interferir en sus objetivos. Si es así, entonces parece que la ciudadanía se está quedando sin herramientas para cambiar las cosas.

En una democracia regular, los políticos se preocupan por su imagen pública, sobre todo cuando se acercan las elecciones. Buscan congraciarse con el electorado para no ser castigados en las urnas y, con suerte, obtener algún premio: la reelección, un cargo, la continuidad de sus proyectos. En el Perú, sabemos que no existen partidos políticos propiamente dichos, sino vehículos electorales, y que la mayoría de los congresistas no son políticos de carrera, sino personajes fortuitos, improvisados, que entran a la política "de champa". Pero eso no es nuevo. Desde la transición democrática, el sistema político peruano funciona así, y aun con todas sus limitaciones, hasta el 2016 los políticos respondían, al menos parcialmente, al malestar ciudadano.


¿Qué cambió? Lo que cambió fue la composición del poder. Los actores que hoy ocupan las instituciones no son los mismos de hace una década. Son más precarios, más dependientes de intereses privados y menos sensibles a la presión ciudadana. Muchos congresistas ya no llegan con una agenda política o programática, sino que esperan a que algún grupo económico, gremio o lobby los adopte y les dé una causa que defender. Ese modo de hacer política tercerizada, transaccional y de corto plazo, se ha vuelto la norma.

El sociólogo Danilo Martuccelli alguna vez describió al Perú como un país "desformal" sostenido sobre "tinglados", estructuras endebles que funcionan mientras los intereses de sus miembros se mantengan alineados. Y eso es exactamente lo que estamos viendo hoy: un tinglado de poder que, aunque precario y sin legitimidad, ha aprendido a reproducirse.

No se trata de una suma de corruptos aislados, sino de un pacto entre corruptos que se ha ido construyendo en el tiempo, muy parecido a lo que ocurrió en Guatemala: un sistema institucionalizado de intercambio de favores, dinero e impunidad. Cada actor aporta algo: unos votos, otros presupuesto, otros cobertura mediática o respaldo judicial. Lo que los une no es un proyecto político, sino un instinto de supervivencia. Su meta no es gobernar bien, sino quedarse en el poder como sea.

Por eso, la democracia ya no les sirve. Con baja aprobación y sin partidos reales, las reglas del juego democrático como la competencia, la fiscalización, la rendición de cuentas, son un riesgo. La idea de "una persona, un voto" les resulta peligrosa. Prefieren controlar el tablero antes que arriesgarse a perder en elecciones abiertas.


Desde esa lógica, no es descabellado pensar que la salida de Dina Boluarte no fue producto de la indignación popular, sino de una decisión interna del tinglado. Boluarte ya estaba demasiado desgastada en imagen y gestión como para seguir siendo útil para sus intereses. Las élites simplemente aprovecharon el contexto de la presión por el caso de Agua Marina, las marchas juveniles y el rechazo a Phillip Butters, para reacomodarse y dar paso a un nuevo rostro.

Pero el resultado es el mismo: un gobierno de José Jerí con un muerto, decenas de heridos y una represión feroz que no detuvo ni la agenda del Ejecutivo ni la del Congreso. La masiva protesta del 18 de octubre no movió la balanza del poder, y eso dice mucho, no hay cambios en el gabinete y la moción de censura contra la mesa directiva de Jerí fue rechazada por la gran mayoría de congresistas.

El plan del tinglado parece claro: controlar los poderes del Estado y todas las instituciones públicas posibles para transitar por un proceso electoral que los mantenga en el poder. Si logran capturar organismos del sistema electoral, el Ministerio Público o la Contraloría, podrán montar un teatro formal de democracia donde los jugadores compitan, pero en un tablero inclinado y con árbitros que ya eligieron a sus ganadores.

Eso es lo que en ciencia política se conoce como autoritarismo competitivo: regímenes donde existen elecciones, pero las condiciones son tan desiguales que la competencia es apenas un simulacro. Lo paradójico es que estos actores no son fuertes por sí solos. Son débiles, fragmentados y carentes de liderazgo. Pero juntos han aprendido a blindarse, a proteger sus intereses y a sostener el tinglado. Y eso les basta para gobernar.

Es un panorama complicado, pero no por eso irreversible. Si la ciudadanía se mantiene vigilante, si no deja pasar una sola, si logra coordinarse y tender puentes con quienes desde dentro, aunque minoritarios, intentan resistir, hay posibilidades. Los tinglados, por más sólidos que parezcan, siempre tienen fisuras: puntos débiles donde se tensan los acuerdos. Y a veces basta una grieta para que todo se desmorone.

La tarea es mantener viva la conversación entre la calle y los pocos aliados institucionales que quedan. Si se rompe ese puente, la deriva autoritaria se consolidará sin contrapesos. Pero si la ciudadanía sigue presionando y se niega a resignarse, puede que aún haya espacio para defender algo esencial: la idea de que la democracia no es un decorado, sino una herramienta de control ciudadano sobre el poder.