He tardado un poco en escribir este balance, casi en tono personal, acerca del fin de la reforma universitaria y el inicio de la contrarreforma; porque no es que se haya terminado un ciclo de reforma, sino que ha sido cancelada. Esta demora tiene que ver, en buena parte, con buscar entender mejor lo que ha pasado. Participé de la discusión y del diseño de la reforma desde sus inicios, y por eso es importante haberme tomado distancia de los hechos para decir algo un poco más claro o al menos intentarlo.

Se necesitaron 10 años y un poder Ejecutivo “ad hoc” para que los asedios contra la reforma universitaria se concreten. El 17 de febrero de 2023 la reforma universitaria en el Perú fue sepultada por quienes han estado preocupados siempre por anteponer intereses particulares frente a la calidad de la educación. Esto no es retórico. Los sucesos posteriores a esa aprobación dan cuenta de ello. La nueva composición de la SUNEDU, las decisiones del superintendente, la promesa de revisión de las sanciones y las que seguramente vendrán, como la disminución de la exigencia en las condiciones básicas de calidad, son muestras irrefutables de la contrarreforma universitaria.

No es claro el inicio de la discusión sobre la reforma, pero un hito que podríamos reconocer como fundante fue la Ley de moratoria de universidades públicas y privadas a finales de diciembre de 2012. La decisión de suspender la creación de universidades por un período de 5 años obedeció al diagnóstico de lo que sucedía con las universidades que, en resumen, consistía en una profunda crisis de calidad, producto del descuido del Estado de las universidades públicas y el crecimiento caótico de la oferta privada.

Para el año 2012, existían 140 universidades (51 públicas y 89 privadas) de las cuales el 46% funcionaban con licencias temporales debido al ineficiente trabajo de CONAFU. Estudiaban poco más de un millón de jóvenes, más del 60% de los docentes universitarios tenía solo grado de bachiller y la producción académica del país  alcanzaba los 1400 artículos por año, concentrados en 3 universidades.

El 2013 fue un año intenso. La idea de una nueva ley universitaria volvió a ocupar, como lo había hecho, aunque menos visible en el año 2002, un espacio en la agenda pública. No exenta de debate debido a los múltiples desencuentros ideológicos y académicos, la idea de una nueva ley universitaria empezó a tomar cuerpo hasta que, en junio del año 2014, en una ajustada votación, se aprobó la ley 33220. Tres elementos destacan de esa ley: el retorno a los fines académicos de la universidad expresados en el cambio en las finalidades, la estructura y organización universitarias, las formas de graduación, las características del cuerpo docente, la obligatoriedad de los estudios generales, etc., indican que la reflexión académica debiera ser el centro articulador de la vida universitaria, el reconocimiento de los temas universitarios como materia de política públicas recociendo la rectoría del Estado en las políticas educativas universitarias y el cambio en la manera de regular la calidad, dándole al Estado un papel activo en el aseguramiento de la calidad. Es particularmente este último punto el que desató uno de los más intensos asedios a la reforma universitaria, ante el fracaso del mercado en la “tarea encomendada” años atrás.

A pocos meses de promulgada la ley en julio de 2014, se presentó una demanda de inconstitucionalidad de la ley ante el Tribunal Constitucional. Esa demanda fue desatendida confirmando que la ley no vulneraba la autonomía universitaria, entre otras cosas. De ahí en adelante, han sido hasta, al menos, 9 intentos por frenar la reforma que, de otro lado, avanzaba no solo en la instalación de la SUNEDU y el aseguramiento de las condiciones básicas de calidad, sino que se preparó una nueva ley de institutos y escuelas para articular la educación técnica y universitaria, se desarrollaron proyectos para reorganizar el sistema de acreditación y se buscó construir un nuevo diseño institucional en el MINEDU con la creación de un viceministerio de educación superior.

La SUNEDU ordenó el mercado universitario ofreciendo, de esta manera, la garantía a las familias de que las universidades que funcionarían a partir del licenciamiento tendrían condiciones básicas de calidad, se aprobó una política nacional de educación superior universitaria y técnico-productiva, y  una nueva ley de organización y funciones de MINEDU creando, así el viceministerio de educación superior en el año 2021.

Este recorrido muestra que es posible hacer las cosas bien. Ahora, 10 años después, existen 95 universidades (47 públicas y 48 privadas) que cumplen con estándares básicos de calidad, solo el 1.5% de docentes son bachilleres y la producción científica del país es ahora 6 veces más grande que en el 2012.

La reforma tenía aún temas pendientes. Por ejemplo, ofrecer licenciamiento de programas universitarios con condiciones básicas de calidad, concluir con los cambios en el sistema de acreditación para articular el licenciamiento en el marco de un sistema de aseguramiento de calidad, iniciar el funcionamiento del viceministerio de educación superior para que lidere las políticas educativas y hacer que la SUNEDU se convierta en la reguladora de las condiciones básicas de calidad de los institutos y escuelas.

Ahora todo esto se ha interrumpido por responsabilidad del Congreso de la República instalado en julio del 2021, en alianza con los gobiernos de Pedro Castillo y Dina Boluarte. Sin explicaciones y sin diálogo, el asedio actual empezó con la suspensión de presentación de trabajos de investigación para obtener el grado de bachiller, el relajamiento en la exigencia de los grados académicos mínimos para ser docente universitario y, como estocada final, la ley 31520 que modifica la composición del consejo directivo de SUNEDU y cancela la rectoría del MINEDU en materia de educación superior universitaria.

Luego de 10 años de vida de la reforma universitaria, la situación actual debiera interpelarnos. La defensa fue exitosa frente a todos los asedios porque el Ejecutivo acompañaba esta defensa, lideraba la reforma. Sin él, como ahora, se hace visible la ausencia de una coalición lo suficientemente fuerte para continuar con esa defensa. Ni las universidades licenciadas que, luego de primeros pronunciamientos, disminuyeron en su defensa pública de la reforma, ni los estudiantes que no han logrado constituirse en un grupo sólido que demande calidad.

La legitimidad social de una política pública es un elemento esencial para su sostenibilidad en el tiempo. Sin la apropiación de los sujetos de las políticas, estas pierden sentido. Mientras tanto toca registrar los estropicios generados por la contrarreforma con la esperanza de que en algunos pocos años se puedan arreglar y volver a imaginarnos que es posible tener un sistema de educación superior de calidad.

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